Es una tradición republicana de muy antigua data. Así, Manuel Montt fue un destacado ministro de la administración de Manuel Bulnes (1841-1851), desde donde se catapultó a la Presidencia con una revolución de por medio. Lo mismo ocurrió con varios mandatarios del período liberal, como Federico Errázuriz y José Manuel Balmaceda, de tan trágico destino.
En el siglo XX, hay muchos ejemplos. Recordemos al general Carlos Ibáñez del Campo, quien fue ministro de Guerra, luego ministro del Interior, hasta alcanzar la Presidencia, en 1927, gobernando como dictador. Lo mismo ocurrió con Jorge Alessandri, que fue ministro de Hacienda del presidente González Videla, y con Salvador Allende, ministro de Salubridad de Pedro Aguirre Cerda, sólo por señalar dos casos.
En el actual gobierno, la voluntad de varios senadores de asumir posiciones ministeriales –o su molestia por no haber sido convocados- demuestra el interés de los eventuales presidenciables en “sacrificarse”. La curiosa circunstancia de alcanzar, varios de ellos, una evaluación muy superior a la del gobierno como conjunto y, en especial, a la del propio Presidente, demuestra que su opción no fue equivocada. Un dilema que presenta esta estrategia política es la eventual distorsión que representa, para el trabajo de la cartera, las ambiciones del titular. A lo anterior, hay que añadir la eventual distracción de los recursos públicos con fines electorales, que genera cuestionamientos. El problema se acentúa con períodos presidenciales tan cortos. En este sentido, un código de conducta claro, consensuado entre los sectores políticos, resulta necesario para avanzar en transparencia y calidad de la política.